Una historia tan tierna como triste, donde se junta el talento de dos genios.
Con El Ilusionista, Sylvain Chomet recoge el guante lanzado hace 50 años por Jacques Tati y lo traslada a la gran pantalla en un largometraje de animación con el peculiar estilo que ya tan característico suyo es, después de su premiada Bienvenidos a Belleville.
Chomet recoge ese guante por partida doble, porque no sólo se atreve a adaptar el guión de El Ilusionista desde uno original de Tati, que el director francés no pudo llegar a rodar, sino que lo hace convirtiendo al protagonista de esta historia, el Ilusionista que le da título, en el propio Tati, sin que falten su característica gabardina ni su paraguas para completar el disfraz.
Todo para contarnos una historia sobre la inocencia, la magia, y el final de un época: cuando a finales de los años 50 cambia el estilo de espectáculo habitual de las masas, y el mundo, sacudido por la fiebre del rock y el cine, se olvida de espectáculos paralelos como el music-hall y los teatros de variedades, donde malvive en sus últimos años de profesión nuestro protagonista, El Ilusionista.
Aunque el amor por su profesión y su arte resurge cuando, en un pequeño pueblo de provincias donde el progreso aun no ha llegado, descubre un pueblo que aun se sorprende por su actuación, y una pequeña niña que aun cree en la magia, y le devuelve a El Ilusionista la ilusión perdida... por un tiempo al menos.